Pocas cosas mueven y han movido tanto el mundo como el
pecado. Con él como base (mejor podríamos decir como excusa) se ha quemado en
hogueras, matado, torturado, pergeñado leyes, condenado, anatematizado,
segregado, abandonado, censurado las posibilidades de otras personas,
establecido dogmas y maneras de actuar y pensar... ¿seguimos?
Y eso sólo si nos atenemos al pecado desde el punto de vista
religioso, porque existe también una variante social no menos potente. Pero eso
lo dejaremos por ahora.
Según nuestra concepción del pecado, éste significa hacer,
pensar, decir u omitir cualquier cosa que se traduzca en una ofensa a Dios. Eso
de por sí no sería nada extraño si no fuera por la variabilidad del concepto de
pecado. Lo que ayer era pecado puede no serlo hoy y viceversa. Incluso en la
misma línea de tiempo, lo que en unos lugares del planeta se consideran
terribles pecados, en otros lugares puede ser algo que ni siquiera el más
estricto juez consideraría falta leve.
Visto así, parecería que a Dios le ofenden unas cosas u
otras dependiendo del día o de la población a la que nos refiramos. Una
cualidad muy humana como para ser considerada divina.
Evidentemente, no pecaríamos de desconfiados si pensásemos
que las instituciones que catalogan los pecados no le dan mucha importancia a
las hipotéticas ofensas a Dios, y más bien pretenden establecer un estamento de
poder amparándose en la difusa actividad de los dioses.
El movimiento pendular a que nuestra mente nos tiene
acostumbrados, nos lleva con más o menos velocidad a llegar a la conclusión de
que entonces, el pecado no existe.
De esa manera todo estaría permitido, nadie podría censurar
nada. Claro, que conociendo al ser humano no tardaríamos mucho en acabar con
nosotros mismos... Y en el fondo es quizás en nosotros mismos donde podemos
encontrar alguna razón coherente al concepto de pecado.
Porque parece evidente que a Dios, al Absoluto, al Eterno
Inmutable, no se le puede ofender no con nuestras palabras, ni con nuestras
acciones u omisiones, ni con nuestros actos, ni con nuestros pensamientos.
Sería tan absurdo (o más aún) que a nosotros nos pudiera ofender el
comportamiento de una hormiga (otra cosa es que podamos recibir un mordisco de
ésta, pero ofensa, lo que se dice ofensa...).
Y si no se puede ofender a la Divinidad y las ofensas entre
nosotros cambian constantemente con el tiempo y la geografía, las ofensas
verdaderas, lo que podríamos llamar “pecados”, únicamente pueden hacerse contra nuestro ser interno, contra
nuestra intención evolutiva.
Ahí sí podemos encontrar un pecado, ya que cualquiera de los
llamados pecados o formas de pecado (pensamiento, palabra, obra y omisión)
pueden ser llevados a cabo contra el trabajo que hemos venido a hacer en este
mundo de la materia.
Porque con una acción
mal encaminada, podemos interferir negativamente en la evolución de otra
persona y de igual manera podemos hacerlo con la palabra, el pensamiento (que
es en definitiva el que nos lleva a hablar actuar) y con la omisión de una
ayuda en un momento determinado.
Obviamente no es necesario salir fuera de nosotros mismos
para “cometer un pecado”. Constantemente estamos pecando contra nuestro propio
destino y contra nuestra propia alma, pero ante un mismo acto siempre somos más
permisivos con nosotros que con los demás. Tal vez si no fuera de esa manera,
las cosas nos irían de otra forma.
Pero mientras tanto, mientras no sintamos las cosas así,
seguiremos sirviéndonos del concepto de pecado para conseguir lo que queremos
(o lo que creemos que queremos) en vez de ir un poco más allá y tomar contacto
con lo que necesitamos.
0 comentarios:
Publicar un comentario